Exordio

noviembre 03, 2009


AGUAS VERDUSCAS SE VUELCAN
sobre mis brazos levantados.
Ríos de anatomías densas.
Ríos que al mediodía el sol suele lanzarle
sus astillas radiantes.
Estrepitosamente mis ojos caen
hundiéndose bajo el devaneo
eterno de sus lomos.
Respiran las nubes.
Carreteras que hierven sobre superficies
de grietas anónimas
anhelan ver la danza ominosa de la niebla.
Y de pronto,
la noche tenebrosamente acaricia
los mas remotes arcanos de los rincones.
Sucede esto en momentos
que prescindo del tiempo,
ese monstruo invisible que va derruyendo
nuestros cráneos tibios e inmensos
como una taza de porcelana
flotando en un espacio plagado de café
y otros fantasmas de individuo solitario.
Momentos en que prefiero
una noche medio viva
a cualquier pub destrozado
por uno de mis parpadeos inclementes
dignos de Sadoma y Gamorra.
Pasa que cada uno lleva su mundo
en el lugar menos exhausto.
Y he ahí yo pernoctando sobre las pestañas
de los durmientes.
Viento en mis mejillas.
Elevadísimo. Jalándole un pedazo
de noche a los cielos.
Y he ahí otra vez yo
trocando secretos por versos,
sin temor a que las palabras quemen
mis dedos al cogerlas
o simplemente al mirarlas desde cerca.
Y he ahí una vez más las calles,
benditas calles donde la vida se torna
en una cucaracha desesperadamente extraviada.
Huyo de las multitudes
pues en confabulación perpetua han decidido
dinamitar mi humildad sin permiso alguno.
En verdad digo
que acabo de percibir
la completa desintegración
de los hoteles en mi pecho.
Así, la garúa es hoy música deliciosa
en las pieles de quienes hicieron
el amor a oscuras,
encerrados por una torva presencia de muros,
lejos de la húmeda hierba y los turistas acampan ya
en jardines y parques.
El deliquio me permite observar gaviotas
que terminaron suicidándose en cables eléctricos.
Sus cuerpos,
péndulos de un tiempo inmemorable
golpean mi asombro
y cerrazones terriblemente fríos
perturban toda forma de cordura.
Y sin embargo,
una gota que ha dejado caer
el reloj sobre mi frente me ha desesperado.
Pienso en la posibilidad
de desflorar panales o árboles,
buscando el placer detrás de los cercos,
zarzamoras inventadas por mi conciencia.
Pienso en una civilización sin Hobbes,
metrópolis surgidas
como pensamiento líquidos,
solitarias casuchas de ramas secas
que van encegueciendo la litosfera nuestra.
La lluvia pesa como pocas veces este día
y mis carnes empiezan a sentirse barro.
Vivo en una ciudad petrificada,
hermosa puta que lame mis pies
y raspa mis sienes
con toda esa violencia insana de siglos.
Una ciudad es a veces un tonto laberinto,
útil para pisotearla
igual que a una cáscara de naranja
y ya no sentirse tan miccionado
como sus postes.
Discurro sobre líneas
que alguien empieza a engullir,
avenidas que se arrastran
sembradas en largos retazos de piel.
He recorrido junto a mi edad
sin haberla platicado nunca.
Soy un baquiano de mis propios olvidos.
Hago estallar mis vistas
para iluminar todo un millón de latidos
que sostengo entre las manos.


(Un poema de mi primer poemario Inútil inventario)