Loas de humo
ES INEVITABLE TENER un cigarrillo entre los labios. Y siempre hay un instante propicio para ello. Para poder caminar tranquilamente sobre la mañana es necesario prender uno. Aquel cierto sabor a tierra húmeda me hace pisar la superficie. El placer vuelve a navegar en mi cuerpo. Enciendo el segundo. Y después de tomar el desayuno, vuelvo a raspar los cerrillos. No importa si el día está soleado o nublado. Es lo de menos. Importa la satisfacción de sentir la tranquilidad en el interior de uno mismo.
Durante estos últimos años a las personas más queridas les he prometido abandonar este hábito, pero al poco tiempo he terminado siendo un gran mentiroso. Ahora no prometo nada. La mentira es una de las cosas que no sostengo muy bien. Simplemente trato de fumar la cantidad mínima. Sin embargo, esto no es posible. Siempre hay un instante propicio, como dije anteriormente, para encender uno.... y luego otro cigarrillo.
El olor del tabaco no deja de perseguirme durante el día. Y es algo usual que al concluir el almuerzo prenda el séptimo. Luego el octavo al encender el computador. El noveno a la mitad de lo que esté escribiendo, y el décimo al terminar. Uno se acuesta y retorna las ganas. Es un tributo cotidiano al atardecer. Y una buena canción es también infaltable: allí están Janis Joplin, Siouxsie and the banshees, Dolores Delirio. Sintonizar emisoras de la radio es terrible.
A todo esto, sé que como muchos otros seres devotos a la nicotina, muero doblemente con cada cigarrillo que fumo. Que disminuyo los minutos de mi existencia. Y no sólo eso, sino que también estoy jodiendo a las personas que están junto a mi mientras tiro una y otra pitada. Que soy un miserable, un egoísta, un agresor. Pero en fin, prevalece la autodestrucción, el placer individual. Y merezco por tanto ir a parar al infierno, donde pueda fumarme todos los puchos posibles, En especial que sean Lucky, rodeado de muchísimas botellas de cerveza y lindas chicas.
Sin embargo pienso. Hay otras maneras de disfrutar los segundos, minutos, horas. Que la playa no necesita de un cigarro. Tampoco el atardecer ni la noche. Menos la garúa. Mi cuarto apesta. Es el tabaco, el alquitrán, la nicotina. Ya no debo fumar. Este será el último.
Vuelvo a pisar tierra. Estuve alejado del filtro pocas horas y ya tengo otro entre mis labios. La muerte reside entre nuestras carnes. Es parte de nosotros. Entonces, ¿por que temerle? La soledad me dice muy despacito, enciende otro cigarrillo. Total, la materia corporal no es eterna. Y la muerte es una sola. Son diferentes las maneras de llegar hacia ella. Bien puedes desaparecer ahorita o mañana, aplastado por el techo de tu cuarto, pasado un terremoto, o expulsado por la fuerza y velocidad de un auto. Nadie sabe. Es por ello que prefiero hurgar en uno de los bolsillos de mi canguro y extraer otro.
Sin embargo pienso. Hay otras maneras de disfrutar los segundos, minutos, horas. Que la playa no necesita de un cigarro. Tampoco el atardecer ni la noche. Menos la garúa. Mi cuarto apesta. Es el tabaco, el alquitrán, la nicotina. Ya no debo fumar. Este será el último.
Arrastro mis ansias duramente hasta que llega la noche. La calle me espera. Surgen los postes eléctricos, los autos. La ciudad despide su aura de fluorescentes y sin darme cuenta le doy la última pitada a otro cigarro. Se trata de una pitada infinita. Cerca de cuatro cuadras es lo que dura su compañía. Le digo hasta pronto mientras arrojo con suavidad el humo.
¿Ha sido en realidad el último cigarrillo que fumo durante este día? Mejor callo y alzó la mirada hacia el cielo. Respiro un poco de estrellas. La noche penetra mis sentidos. En mi canguro todavía quedan algunos. El silencio, prefiero mil veces el silencio. Y lo hermoso es que aún también la vida me persigue.